Cuatro estrena «Callejeros. Cárcel. La película»

El espacio de reportajes de Cuatro, uno de los más veteranos de la cadena, un referente de su parrilla, y el creador de un formato que ha hecho escuela, ha conseguido entrar en la cárcel de León en un acceso exclusivo inédito en televisión.

Callejeros. Cárcel. La película, la vida real en un centro penitenciario

El programa de reportajes de Cuatro logra retratar el día a día de presos y funcionarios en un acceso exclusivo, sin restricciones, inédito en televisión.

En un aniversario muy especial, los cinco años de Cuatro, Callejeros ha logrado realizar una ambiciosa propuesta: mostrar la vida carcelaria por dentro.

El espacio de reportajes de Cuatro, uno de los más veteranos de la cadena, un referente de su parrilla, y el creador de un formato que ha hecho escuela, ha conseguido entrar en la cárcel de León en un acceso exclusivo inédito en televisión. Por primera vez, las cámaras de un programa retratan sin restricciones el día a día de un centro penitenciario. Todo un verano, 24 horas al día, para llegar a Callejeros. Cárcel. La película, 80 minutos de televisión filmados por un equipo de la productora Molinos de Papel.

Más de 76 mil personas, la misma población que tiene, por ejemplo, Ciudad Real, son las que viven en una celda en España, 91 centros penitenciarios por los que se reparte la mayor población reclusa de toda Europa. Una población que, como en cualquier otro entorno, se angustia, se divierte, y hasta se enamora. En definitiva, vive, porque lo que pasa en la calle pasa en la cárcel.

Cada día 20 personas entran en prisión. Prisiones que se alzan a las afueras de pueblos y ciudades para conseguir que su población sea prácticamente invisible. O no.  230 programas después y tras cuatro años intentando entrar en una cárcel  española, Callejeros ha conseguido que las puertas de una prisión se cierren con ellos dentro. Los reporteros Beatriz Díaz, Juan Antonio C. Arias y José Martínez conviven durante un verano entero, con los presos del Centro Penitenciario de León. Día a día, hora a hora, minuto a minuto junto a los presos, los funcionarios y la dirección del Centro en una pequeña sociedad, en un mundo aislado por los barrotes. Un programa inusual y especial, casi una película, grabada casi con total libertad para contar cómo es el amor, el odio, la venganza, la esperanza y, la ilusión de cientos de personas que viven dentro de una prisión. Las emociones son tantas que la cárcel se convierte en la calle. Lo que ocurre en la calle sucede en la cárcel a lo grande. Aquí todas las emociones se magnifican, los amores son más desgarrados, las venganzas más crueles, los anhelos más mundanos, las deudas más difíciles de saldar. Es una rutina, una cotidianeidad, una sociedad que bulle igual que en la calle. Pero con una ligera salvedad: siempre escuchan el ruido de las puertas cerradas desde dentro.

Dentro de la celda

Las celdas miden apenas 10 metros cuadrados. Pensadas para una persona, la ocupan dos. Aquí se pasan encerrados más de 14 horas de las 24 que tiene un día. Tener que desnudarse delante de un desconocido, hacerlo todo. Es muy feo. El que habla es un pizzero italiano que espera un anunciado cambio en el Código penitenciario para terminar de cumplir condena en su país. Lo mismo que el 70 por ciento de los extranjeros que duermen, viven, comen, se enamoran y hasta llegan a morir, en esta prisión. José María Benito, Benito para los compañeros de enfermería y para su médico, que para algo en la cárcel uno se presenta por los apellidos, puede que no llegue a ver este reportaje. Tiene VIH porque se enamoró en la cárcel de Cambrians. 37 años. 21 en prisiones. Le quedan tres años de condena y ninguna esperanza de ver la calle. Cuando robaba me gustaba ese mundo y como era joven y no sabía qué hacer con el dinero, estuve un tiempo metido en las drogas. No le he hecho daño a nadie. Cualquiera que haya hecho algo peor cumple menos condena que un preso común”.

A las 8 de la mañana, recuento. A las 9 de la mañana, desayuno. De nueve a una, actividades. A la una y media, se come. A las dos de la tarde, a la celda. Hasta las cuatro y media. A esa hora, recuento con el diez por ciento de la puerta abierta. Moviéndose y gesticulando”, dice una funcionaria. En el módulo 10 hay una chica sorda. Hay que entrar a zarandearla porque se quita el aparato para dormir. Entras y la mueves porque no te oye. A veces puede aparecer una muerta” La funcionaria del recuento que nos cuenta coincide en hora con el resto de sus compañeros en los 17 módulos de la cárcel de León. Vayan saliendo. Recuento por megafonía y todos a la vez en el patio y en filas de cinco. “Nos hemos pasado la siesta limpiando el suelo. Coges un cepillo y cuatro tubos de pasta de dientes. Se queda que puedes comer en él. Mira”.  Es lo que cuenta Jorge Barrantes cuando entramos en su chabolo.

En la cárcel hay que saber unas cuantas cosas. De drogas, casi todo. Que se paga con tarjetas de teléfono a cinco euros. Que también se puede hacer alcohol a base de destilar fruta sin que te vea el funcionario, porque eso es motivo de parte y de que te dejen encerrado en la celda más tiempo del normal. Que los martes es un día muy malo en prisión porque todo el mundo debe dinero a todo el mundo. Esto va así. A mí me deben y no me pagan. Yo no pago al otro, el otro al otro, y si se demoran una semana, le voy a pedir cinco euros más”. Porque en prisión también se cobran los intereses, aunque sean los de un tarjeta de las de llamar por teléfono. Lo llaman “San peculio” y es el martes, los días de cobro en los centros penitenciarios. Se dispone de un máximo de 80 euros a la semana. Aquí está prohibido el dinero en metálico, igual que el DNI. Y si no se tiene a nadie que ingrese, un amigo que sigue siéndolo o  un familiar que aún aguanta, no queda otra que trapichear y endeudarse. Tarjeta, tarjeta, tarjeta. Llamar no llaman”, dice un interno del módulo 7 que asegura que si quieres un Ferrari, en la cárcel lo consigues. Si tienes tarjetas para pagarlo”. Lo que no nos supo decir es cuántas tarjetas de teléfono de cinco euros cuesta un coche como ese.

Si me tomara un café contigo en la calle te contaría mil historias. Mil historias no, mil realidades que pasan aquí todos los días. Esto no es un colegio. Es la cárcel. La invitación es de Santiago Noriega, el que vive en la celda 25 del módulo 1. Este es, según algunos funcionarios, uno de los más peligrosos de la cárcel porque entre sus 140 internos hay terroristas, pederastas, y hasta necrófilos, “esos que se follan a los cadáveres”. Pero en el módulo 1 también viven Noriega, el del café. O Barrantes, el de la pasta de dientes. Esos presos comunes de trapicheo y tirón de bolso, de consumo o tráfico de drogas, que constituye hasta el 80 por ciento de la población penitenciaria. Esperaremos a ese café para salir de dudas sobre el precio del coche a base de tarjetas.

“¡Rosario, Rosario! ¡Que se ponga Rosario!”. El que grita es un muro de cemento. El que separa el módulo 9 del módulo 10. El único donde hay chicas. El único que ofrece a los presos de al lado verlas tomando el sol en el patio o con un tinte colorado en la cabeza. O escucharlas reír, que aquí eso es todo un lujo. El 10 es el módulo que ofrece enamorarse sin verse.  Mustaphá, la voz del fuerte muro de hormigón insiste hasta que Rosario le da una segunda oportunidad. Tendrán que demostrar a los educadores de la cárcel que llevan una relación seria. Cartearse durante 6 meses, aunque sea a base de mandar zapatillas de patio a patio con mensajes de amor. Con suerte les darán un vis a vis y, por primera vez, se podrán tocar. Y casi verse. “El amor en prisión es fácil. Se enamoran a través de una pared, de una ventana. Y aún así, se casan” dice encogiéndose de hombros el director de la prisión de León, José Manuel Cendón. En esas, enamorado, está René. Venezolano, pagando condena de 9 años y un día por traer cocaína hasta el aeropuerto de Barajas y con marido en otro módulo. Se casaron en Burgos y espera nervioso, perfumado con colonia de fresa a que venga su pareja una tarde de lunes y de vis a vis. Los hay íntimos y familiares. O sea, con cama o sillones. Si tú supieras. La que se carcajea es Rosa. Se casó en prisión mientras se cumplía un aniversario más del atentado contra las Torres Gemelas. El amor en prisión puede que sea lo único sencillo.

A las puertas de la cárcel

La cárcel por dentro… Y por fuera. Callejeros completa la fotografía de la vida carcelaria con una vuelta de tuerca: cómo viven los allegados de los presos en el reportaje A las puertas de la cárcel. Altos muros de hormigón, infinitas torres de vigilancia. Siempre a las afueras y lejos de la vista. Somos el país de la Unión Europea con la mayor población penitenciaria. Y los presos no son los únicos que están cumpliendo condena.

Centenares de familiares abarrotan las puertas de las prisiones de todo el país para comunicar con sus presos. Sobre todo en fin de semana. Andando, en taxi, en coche o tras largas horas esperando autobuses de línea casi inexistentes. Merece la pena para los 40 minutos semanales de comunicación entre cristales de un locutorio. O para dos horas y media de vis a vis familiares en las que se llegan a tocar por primera vez a los recién nacidos.

A la entrada del centro penitenciario de Soto del Real, en Madrid, una madre y su hija marchan llorando porque no han podido ver a su preso. Es domingo por la mañana y han conducido siete horas desde Lisboa. Y una confusión de fechas las hace darse la vuelta camino a casa. Otra familia que aparca el coche ha salido de  Alicante a primera hora de la mañana. Visita por primera vez desde su detención a un hombre “bueno que nunca se ha metido en problemas. Es transportista. Se quedó sin trabajo y empezamos a no poder pagar la casa. Tenemos orden de desahucio». Y dice que a la desesperada aceptó un porte de una mercancía especialmente peligrosa. Su mujer aún no sabe con cuántos kilos de cocaína lo apresaron. Su marido estaba a punto de jubilarse.

Patricia recoge a las hijas de su pareja camino de la prisión de Valdemoro, en Madrid. En el bolso: el tabaco, el móvil, las llaves de casa y un centenar de denuncias porque, asegura que los funcionarios la cachean a la entrada «en ropa interior y delante de la niñas», unas niñas que ya no recuerdan a ver visto a su padre en la calle. Patricia casi se cruza con una mujer que camina arrastrando una pesada bolsa de cuadros, de esas de rafia con cremallera. Debe subir una pendiente de dos kilómetros desde donde le deja el autobús. Llueva. Truene. O,  como hoy, haga un calor sofocante. Y menos mal que es de día porque «pusieron las farolas y nunca han funcionado. A las seis de la tarde en invierno tienes que ir por medio del campo alumbrándote con el móvil«. Visita en Valdemoro a su hijo.

El despertador en el mayor complejo penitenciario de Europa bien pudiera ser las gallinas de Andrés. En camiseta y con sombrero de paja, arregla las matas de habas y tomates de su huerto justo frente a la puerta de El Puerto I y El Puerto II, en Cádiz. Le decimos que sus tomates deben ser los más seguros de España y se ríe. Cada fin de semana es testigo de las idas y venidas de autobuses y coches en el parking de la prisión. Donde Carmen asegura que le va a hacer una «juerga flamenca« a su hijo en cuanto salga. Bueno, al que le queda menos, porque el mayor va a tardar un poco más en ver la calle.

«Tener una cárcel cerca ha revitalizado el pueblo». «Pues yo creo que no, porque llegan de visita los fines de semana y dejan toda la basura por ahí…» La discusión es entre dos vecinos de Brieva, un diminuto pueblo de piedra de la provincia de Ávila conocido por su iglesia románica, su cordero asado y por su cárcel de mujeres. «No veas la que se montó aquí el día que salió Roldán. Todos los cerros de los alrededores con las furgonetas esas de los telediarios».  «Ahora verás cómo nos traigan a la Pantoja…» La imagen de este centro penitenciario que no lo parece visto desde fuera resulta hasta hermosa con llovizna y el rebaño de ovejas de Ismael que ataca un pasto de color verde eléctrico. «Durante un tiempo me dejaban meter el rebaño en los terrenos de la cárcel para que las ovejas se comieran las malas hierbas pero un día llegó un guardia civil y me dijo que ya no podía entrar. Después me enteré de que él cazaba conejos en un sitio donde estaba prohibido». A este pastor soltero que ya ha pasado los 50 y que no se ha ido nunca de vacaciones le piropean las presas desde las ventanas.

Cinco horas es lo que tarda Gloria en ir desde Meco, en Alcalá de Henares, hasta su casa en Talavera de la Reina, en Toledo. Ha empezado a disfrutar de unos permisos que le dejan muy mal sabor de boca. Gloria llevaba 35 gramos de cocaína en el bolso. Una intermediaria eventual en tiempos de crisis. Tiene cuatro hijos con ella. La mayor, de 18, acaba de ser mamá. Ahora son cinco. Mientras cumple condena en una de las cárceles de mujeres más veteranas,  los menores se quedan solos en. Comen de lo que les dan los vecinos y los abuelos del bebé. En el último año y medio sólo los ha visto a ratos. El lunes hay que regresar a prisión y Gloria no puede evitar llorar en cuanto se mete en el ascensor.

A las puertas de la prisión de Segovia, está muy nerviosa Loli. Por segunda vez en su vida ha viajado en avión a la península desde Tenerife. Hace tres años que no ve a su hijo Javier, once años en prisiones, los tres últimos demasiado lejos de casa. «Yo llegué a hablar con la policía para que se presentaran en casa y lo detuvieran. La situación no se podía aguantar. Mi hijo llegaba a ponerse el despertador a las 6 de la mañana para ir a robar, como si fuera un trabajo«. Loli, que no trabaja, no puede pagar un viaje que le cuesta más de 600 euros entre aviones, hoteles y comidas, para apenas dos horas y media de comunicación familiar. En la última foto que se hizo Javier y que está en el salón de casa, éste aparece con un bebé en los brazos. Es el mismo niño que ahora lleva siete años sin ver a su padre. Sentada en el sillón de una habitación sin muebles escucha los pasos de su hijo que se acercan por el pasillo. «Ya viene«.

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